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Corrupción: personas y estructuras

Hace poco más de un año hice una reflexión sobre la corrupción (http://entreparentesis.org/poder-y-corrupcion/). Aunque no ha dejado de haber asuntos de corrupción presentes, el tema aparece y se esconde una y otra vez como el Guadiana. Han pasado a un segundo plano las tarjetas black de Caja Madrid, los EREs de Andalucía, la Gurtel y la Púnica, o el caso Nóos. Ahora son portada de los periódicos el caso Lezo (Canal de Isabel II) y el 3% catalán, aunque todos los anteriores siguen en jaque.

Es evidente que la corrupción, como cualquier otra acción humana, la realizan personas. No cabe generalizar a un partido o un país la actuación de ciertos individuos. Afirmar que los políticos son todos unos corruptos o los españoles unos despilfarradores, como dijo el presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, es injusto además de inexacto. Sin embargo, sería también negar la evidencia que más allá de comportamientos personales existen estructuras, costumbres y funcionamientos más o menos institucionalizados que favorecen, toleran e incluso encubren y justifican la corrupción.

Vemos que la corrupción está asociada al poder y a la riqueza. Ciertamente no sólo afecta a los más poderosos y ricos, pero sí en todo caso a los que buscan el poder y la riqueza. Por eso no basta con criticar y denunciar a los corruptos, es necesario poner en cuestión los comportamientos sociales y el funcionamiento de las instituciones que  inducen y amparan la corrupción. Precisamente la concentración del poder y la riqueza es la que posibilita y acaba convirtiendo en “normal” la corrupción.

Los que ostentan cargos representativos tienden a perpetuarse en los mismos y acaparar el poder. Un intento de frenar esa tendencia es establecer la limitación de mandatos de los cargos públicos de mayor relevancia. No obstante, más que eso lo que hay que evitar es la perversión de que cualquier función representativa, desde la presidencia de una comunidad de vecinos a la de cualquier otra institución, se convierta en profesión. Por definición, la representación de un colectivo es una delegación de poder limitada y temporal. Aunque lo vemos como normal, ser político (representante de la polis) no debe ser una profesión.

Nada tiene de extraño que la inmensa mayoría de los casos de corrupción tengan que ver con la asignación de dinero público a inversiones fraudulentas donde se suele mezclar el beneficio considerable de unos pocos (políticos, empresarios) con dádivas que se extienden a grupos más amplios (los amigos, los del pueblo, etc.). Es posible que en muchos casos haya una viga en el ojo ajeno, pero incluso en esos casos no deberíamos ignorar las pajas que existen en nuestros ojos. De lo contrario, creeremos que el delito está en los demás, pero no contribuiremos a corregir las costumbres y estructuras que facilitan la corrupción, y si alcanzamos un cargo caeremos en lo mismo y nuestras pajas se convertirán en vigas que no vemos.

La corrupción agudiza la desigualdad, puesto que sobre todo enriquece a los que ya tienen más, pero a su vez la desigualdad propicia la corrupción en la medida que implica una concentración de poder que la facilita. Que unos pocos tengan mucho poder implica que hay una mayoría que tiene poco o ningún poder. Si buena parte de esa mayoría aspira a tener el mismo poder que tiene la minoría nada sustancial cambiará. El poder seguirá estando muy concentrado, es el quítate tú para que me ponga yo.

Algunos confunden el reparto de poder con el asambleismo o el denominado “derecho a decidir”. Sin embargo,un poder más repartido es el que permite que haya iniciativas y organizaciones sociales que asumen responsabilidades y dirigen sus asuntos mediante su intervención activa en lugar de esperar que los que mandan lo solucionen. Una cosa es consultar a una asamblea o realizar una votación cuando es necesario decidir algo en lo que estamos implicados activamente pero no acabamos de encontrar una salida común. Otra muy diferente es tratar de implicarnos mediante una consulta o votación en una decisión sobre un asunto que nos resulta ajeno. En un caso es resultado de la participación, en el otro es consecuencia de la manipulación.

Las políticas públicas cuando se circunscriben a la recaudación de impuestos y la provisión de servicios, en vez de a apoyar e impulsar proyectos sociales innovadores, favorecen la pasividad y la desafección política de los ciudadanos, caldo propicio para la corrupción. La política fiscal y presupuestaria tanto de  los gobiernos centrales como de los autonómicos y locales, responde más a una inercia burocrática, reflejo de los intereses de unos cuantos que dominan en esos ámbitos, que a necesidades y proyectos colectivos, entre otras cosas porque existe una desmembración social que favorece el individualismo y evita que surjan y se mantengan espacios de convivencia y planes de actuación comunes. Como se señalaba en un post anterior de Raúl González: “Cada cual se pregunta cada vez más por su ventaja inmediata y cada vez menos por lo que puede contribuir a proyectos mayores”.

                Los casos de corrupción que van saliendo a la luz no son sino la punta del iceberg. Es “vox populi” que en la mayoría de las comunidades autónomas y ayuntamientos existen prácticas clientelares y favoritismos. Se acallan porque considerados aisladamente no tienen la dimensión y el consecuente impacto social y político de los casos que por su cuantía e implicaciones afectan al conjunto del Estado, pero sumados tienen tanta o más importancia y reflejan las hondas raíces de la corrupción. La práctica del 3% o las dilaciones en conceder licencias de obras si no se encargan a empresas locales amparadas por las autoridades locales, la elusión del pago del IVA en muchos servicios y la realización de obras públicas desproporcionadas y que no responden a las necesidades prioritarias de los vecinos (auditorios, polideportivos, ornamentación y mobiliario público injustificado, etc.), son usuales en numerosos ayuntamientos. La complicidad por ser beneficiarios de esas prácticas o el miedo a posibles represalias de las autoridades o de los propios vecinos favorecidos, enrarece la convivencia y hace muy difícil la denuncia de la corrupción.  Y algo parecido ocurre en otras instituciones donde existen intereses corporativos muy arraigados.

Juan Ignacio Palacio – Nació en Madrid en 1951 y estudió en el colegio Nuestra Señora del Recuerdo (Madrid). Fue presidente de la Federación Española de Comunidades Universitarias Cristianas (FECUM). Catedrático de Economía Aplicada, actualmente es profesor colaborador de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM). Licenciado y Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Trabajó en la empresa privada (Fraser Española, EIDA y AYSA), representante español en el grupo EPOS (European Pool of Studies) de la Comisión Europea (1986-1991). Profesor en la UCM, UCLM y varias universidades latinoamericanas. Doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Baja California. Ha sido Vicerrector de Investigación en la UCLM y Vicerrector de Asuntos Económicos en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP).

Fuente: http://entreparentesis.org/corrupcion-personas-estructuras/